Cuando en octubre de 1954 la FIM decidió prohibir los carenados “dustbin” que empezaban a poblar el Mundial, lo hizo por una mezcla de razones que hoy suenan familiares: seguridad, espectáculo y miedo al exceso tecnológico. Aquellas envolventes carrocerías que convertían las motos en proyectiles aerodinámicos eran rápidas, sí, pero inestables con viento lateral y, además, escondían a los pilotos a ojos del público. El motociclismo entendió pronto que la innovación técnica no podía avanzar sin atender también a la percepción y a la seguridad.
Setenta años después, la historia vuelve a repetirse. MotoGP discute de nuevo cómo contener el desarrollo aerodinámico que, en apenas un lustro, ha cambiado radicalmente la manera de pilotar. Desde los alerones frontales hasta los apéndices laterales, pasando por las tomas de aire cada vez más complejas, el campeonato vive una era de motos que generan carga descendente como si fueran pequeños Fórmula 1 sobre dos ruedas. Y, como entonces, ya hay voces que advierten del riesgo: duelos menos cuerpo a cuerpo, maniobras de adelantamiento más complicadas y un deporte que amenaza con perder parte de su esencia visual.
La comparación entre épocas ayuda a dimensionar el fenómeno. En 1955 Geoff Duke ganó en Monza a más de 180 km/h de media con una Gilera equipada con un dustbin de aluminio. Hoy, Marc Márquez rueda en Phillip Island a más de 360 km/h con una Ducati que triplica la potencia de aquellas viejas máquinas y que debe buena parte de su estabilidad a los alerones de fibra de carbono. El espíritu es el mismo: buscar velocidad a través del aire. La diferencia es que en 2025 el desarrollo es industrial, respaldado por túneles de viento y software de simulación que convierten cada milímetro del carenado en un laboratorio.

El nuevo reglamento, previsto para 2027, reducirá de forma drástica esa carga aerodinámica. El frontal de las motos deberá estrecharse cincuenta milímetros, el “morro” retrocederá otros cincuenta y la altura máxima se reducirá diez centímetros. Sobre el papel son simples números, pero en la práctica suponen cambiar el modo en que el piloto apoya la rueda delantera en frenada y cómo la moto gestiona el rebufo en recta. Es un intento de devolverle al piloto parte del control que hoy ejerce el aire canalizado por la carrocería.
Lo curioso es que, pese al tiempo transcurrido, los argumentos apenas han cambiado. En los cincuenta se temía por las ráfagas que desestabilizaban a los pilotos. Hoy se habla de “efecto succión”, de cómo las turbulencias que deja una moto dificultan al rival mantenerse cerca para adelantar. Entonces la FIM argumentó que el espectador debía ver al piloto. Ahora insiste en que el espectáculo debe primar sobre el desarrollo ilimitado.
En el paddock, las opiniones se reparten. Ingenieros y fabricantes saben que la aerodinámica es un territorio natural para ganar décimas. Los pilotos, en cambio, reconocen en privado que las luchas se han vuelto más difíciles, que adelantar requiere arriesgar mucho más porque el aire sucio juega en contra. Lo que la normativa de 2027 intenta es simple: que el motociclismo vuelva a ser un deporte de rebufos limpios, de batallas en la pista más que en el túnel de viento.
Al final, la historia demuestra que MotoGP nunca ha dejado de ser un equilibrio entre tecnología y espectáculo. Los dustbin fairings abrieron un camino que la FIM cerró antes de que se convirtiera en norma. Los alerones de hoy han redefinido la categoría en apenas un lustro. La pregunta es la misma entonces que ahora: hasta qué punto debe permitirse que la ciencia del aire decida más que el talento del piloto.
Lo cierto es que, como ocurrió con aquellos dustbin, la solución no será definitiva. El ingenio siempre encontrará nuevas formas de moldear el aire a favor. Lo que cambia, generación tras generación, es dónde la FIM decide poner el límite.